Imaginemos por un momento lo impensable: un mundo sin egoísmo. Nada de intereses propios por encima del bien común, ningún impulso de acumulación, ninguna indiferencia frente al dolor ajeno. En su lugar, emergería una humanidad transfigurada: solidaria, cooperativa, empática hasta la médula. Las guerras dejarían de tener sentido. Las fronteras perderían su carácter excluyente. El sufrimiento evitable se reduciría al mínimo y la pobreza sería una anomalía histórica.
¿No es esta, en esencia, la promesa que late en el corazón de muchas religiones y utopías filosóficas? ¿No es ese el Reino que los profetas anuncian y los místicos vislumbran? Un mundo redimido, reconciliado, donde la voluntad de uno no se impone a la de los demás, sino que converge con ella en armonía.
Pero entonces surge la inquietud: ¿qué precio pagaríamos por esa armonía total? Porque el egoísmo, aunque podamos detestarlo en sus formas más brutales, también participa de nuestra identidad más básica. Es el impulso que nos lleva a sobrevivir, a protegernos, a afirmar nuestra diferencia. El egoísmo no es solo corrupción moral; también es conciencia de singularidad, deseo de autorrealización, afirmación del yo.
Y si eliminamos por completo ese impulso, ¿queda aún un “yo”? ¿Una conciencia que decida, que elija, que cree? ¿O desaparecería también el conflicto —ese espacio interior donde se gesta toda verdadera elección ética?
I. El fin del conflicto... ¿el fin de la libertad?
En una humanidad sin egoísmo, nadie competiría, nadie mentiría por miedo, nadie traicionaría por interés. La política dejaría de ser lucha por el poder y se transformaría en servicio desinteresado. La economía ya no giraría en torno al beneficio, sino a la justa distribución. La justicia, en lugar de castigar, repararía.
Suena tentador. Y sin embargo, algo se perdería en el camino.
El conflicto es el escenario donde se juega la libertad. Sin posibilidad de elegir entre el bien y el mal, entre lo propio y lo ajeno, entre el yo y el otro, ¿qué queda de la decisión? ¿Qué profundidad puede alcanzar una elección ética si ya está preconfigurada por una humanidad estructuralmente incapaz de obrar mal?
El precio de abolir el egoísmo podría ser alto: la desaparición del drama interior, del vértigo de la duda, del mérito que conlleva elegir el bien cuando se puede elegir lo contrario.
II. La moral sin sombra: ¿ética o automatismo?
Hay una diferencia crucial entre un santo y una máquina programada para hacer el bien. La diferencia no está en lo que hacen, sino en lo que podrían haber hecho. La virtud, como decía Aristóteles, es un hábito, pero no un automatismo. Supone un esfuerzo, una deliberación, una tensión.
Las grandes tradiciones espirituales no suelen buscar la erradicación total del egoísmo, sino su transformación. El cristianismo, por ejemplo, no propone “ama al prójimo en vez de a ti mismo”, sino “como a ti mismo”. Es decir, parte del reconocimiento del yo para llegar al otro.
Desde esta perspectiva, el egoísmo no es solo un lastre, sino también una materia prima: la arcilla que se moldea en el taller de la conciencia. Solo quien puede no dar, puede dar verdaderamente. Solo quien puede cerrarse, puede abrirse. Solo quien puede tomar para sí, puede renunciar. La entrega adquiere sentido precisamente porque no es obligatoria.
Una humanidad sin egoísmo sería más justa, sí, pero quizás también menos libre. O al menos, menos trágicamente libre.
III. El arte sin heridas, la filosofía sin dilemas
Pensemos ahora en las consecuencias culturales de un mundo así. Si el egoísmo desapareciera, ¿qué lugar quedaría para el arte tal como lo conocemos? ¿Qué podría narrar la literatura sin conflicto interior, sin traición, sin redención? ¿Qué dilemas abordarían la filosofía o el cine si todos los personajes, sin excepción, hicieran siempre lo correcto por una inclinación natural e irresistible?
Gran parte de la creación humana nace del abismo entre lo que somos y lo que deberíamos ser. En ese espacio intermedio se ubican la culpa, el perdón, la lucha, la caída, la redención. Sin egoísmo no habría Macbeth, ni Raskólnikov, ni Anna Karénina. Tampoco habría “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.
Tal vez viviríamos más seguros, más armoniosos. Pero también más planos, más previsibles, más anestesiados. Como si hubiéramos cambiado el temblor de la libertad por una paz sin vértigo.
IV. ¿Una humanidad de santos… o de seres anestesiados?
En apariencia, una humanidad sin egoísmo se parecería a una comunidad de santos. Pero si todos hacen el bien de forma automática, sin conflicto ni alternativa, ¿sigue siendo eso santidad? ¿O sería más bien una especie de obediencia biológica, una virtud por defecto?
La grandeza moral no está en la perfección, sino en la lucha. En la tensión entre el yo que desea y el yo que entrega. En la batalla, a veces silenciosa, entre el impulso y el principio. En la herida que no se cierra pero se vuelve fecunda.
Si nadie puede errar, ¿qué significa perdonar? Si todos actúan bien por naturaleza, ¿qué sentido tiene el agradecimiento? ¿Dónde se sitúa entonces el mérito, el crecimiento, el aprendizaje?
Una comunidad sin egoísmo podría llegar a parecerse más a una colmena que a una sociedad humana: eficiente, solidaria, pero sin hondura existencial, sin la inquietud que ha movido durante siglos a la ética, la literatura y la espiritualidad.
V. Conclusión: el mal no es deseable, pero el bien sin elección tampoco redime
No se trata de glorificar el egoísmo, ni de justificar sus efectos destructivos. El egoísmo, cuando se convierte en principio rector de la vida social, lleva a la desigualdad, la violencia y la alienación. Pero su erradicación total, si se pudiera lograr, podría producir una amputación de lo que nos hace humanos: la posibilidad de elegir el bien cuando no es fácil, cuando duele, cuando exige renuncia.
Tal vez la tarea del ser humano no sea extirpar el mal de raíz —algo que solo los dioses o las máquinas podrían hacer—, sino convivir con su sombra sin rendirse a ella. Transfigurar el egoísmo, encauzarlo, ponerlo al servicio del amor, de la justicia, de la creación.
Una humanidad sin egoísmo sería más pacífica. Pero una humanidad que lucha contra su egoísmo y elige el bien, a pesar de todo, es capaz de algo aún mayor: la trascendencia.
Gracias por acompañarme en esta reflexión de Dentro del mal.
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